Una
maleta de ida y vuelta
26 de
abril
-¿Estudias
o trabajas? —Ésta es una pregunta que puede resultar incómoda
incluso molesta si no haces ninguna de las dos cosas y además eres
mujer.
-Ayudo a
mi madre en las tareas de la casa —contesté sin mucho entusiasmo.
Seguramente
la expresión de mi rostro no tendría desperdicio ninguno. Roberto,
el curioso, era un antiguo amigo de mi padre que había venido a
visitar la ciudad. Como no podía ser de otra manera, tuve el
privilegio de ir a recogerlo a la estación de autobuses.
-Está
complicada la cosa, mi hijo Manuel hace dos meses que se marchó a
Alemania, ayer hablé con él y se le ve muy contento, aunque no
domina el idioma todavía, ha encontrado trabajo y le pagan bien —
continuó Roberto mientras que la alegría de su mirada quedaba al
descubierto a consecuencia de lo orgulloso que estaba de su hijo.
-Me
alegro por él, espero que le dure. —Ahí fue cuando decidí
terminar la conversación, Roberto seguía hablando de la economía
española, del coste que tuvo la reconstrucción del país después
de la Guerra Civil, o la exclusión de España en el llamado plan
Marshall, donde se llevó a cabo la reconstrucción europea de
principio de los años cincuenta tras la II Guerra Mundial. Conseguí
evadirme en mis pensamientos, eso sí, bajo el inconfundible ronroneo
que la voz de Roberto emitía, aparentemente lejano a la vez que
cercano. Mi estado emocional no estaba para charlas de tinte
económico y político, una semana antes había dejado la
universidad, seis meses después de haber ingresado en ella. Mi
estancia fue corta, lo suficiente para darme cuenta de que no estaba
hecha para mí. Sabía que era una privilegiada y quizás algún día
me arrepentiría por no haber aprovechado la oportunidad que me
estaban dando mis padres, el acceso a la universidad estaba difícil,
no todo el mundo podía pagar las costosas tasas, pero me agotaba
pensar en que el éxito solo me llegaría tras una larga y
sacrificada carrera. Eran tiempos complicados, el trabajo escaseaba,
la economía no pasaba por su mejor momento y la industria se
tambaleaba, pero yo no conocía la constancia, aquella que solo
tienen los individuos que conocen el camino del éxito tan bien como
la palma de su mano. No tuve muchos remordimientos de conciencia. A
menudo pienso que las personas que tienen demasiada prisa, aquellas
que andan todo el día de un lado para otro, se pierden aquello que
el destino les tenía reservado si hubieran permanecido en el mismo
lugar. Es una buena teoría para justificar la holganza y conmigo
realmente funcionaba.
Cuando
llegamos a casa, Roberto continuaba hablando solo. Yo bajo un ligero
movimiento de cabeza de arriba abajo, seguí asintiendo de forma
automática hasta que nos detuvimos.
-Bueno,
pues ya hemos llegado —mis palabras estaban llenas de entusiasmo,
el que marcaba el final de un trayecto que no había sido nada cómodo
para mí. Entramos en la casa. Fuera, dejábamos
aquella
primavera en la que se percibía un aire mucho más ligero, en la que
los pájaros planeaban mucho más alto que de costumbre, a gran
distancia de los tejados.
29 de
abril
El poder
adquisitivo de mi familia era lo suficientemente solvente como para
vivir cómodamente. Mi padre era médico, y trabajaba día y noche.
Le perdía su trabajo, por las mañana pasaba consulta en el Hospital
y por las tardes se encerraba en el laboratorio donde trabajaba como
investigador en busca de nuevos medicamentos que combatieran las
nuevas enfermedades. Lo raro era verlo en casa. Se puede decir que
fui huérfana de padre durante gran parte de mi infancia.
Mi madre
era una mujer de principios y muy ordenada en sus ideas, era muy
difícil, por no decir imposible, que cambiara de opinión si ella
estaba convencida de que estaba en lo cierto.
Todavía
recuerdo aquella cena familiar de Noche Buena, en la que nos hizo a
todos cantar los numerosos y tradicionales villancicos navideños, le
costó cuatro botellas de vino, pero al final lo consiguió. Desde
aquella noche ya no hay una sola navidad en la que el grupo familiar
—los “musiquitas”— que así lo bautizó, interpretara el
fluido repertorio navideño, eso sí, sin entrar a cuestionar la
calidad musical de algunos de sus miembros.
Como era
lógico, mi madre, no se había tomado muy bien mi salida de la
universidad. No soportaba que no estuviera dispuesta a cumplir su
viejo sueño de tener una hija con carrera universitaria. Ella no
pudo estudiar y esa espina se la quería sacar, ofreciéndome a mí
la oportunidad de hacerlo.
-Lucía
te vas arrepentir. Y ahora, ¿qué piensas hacer? —me decía una y
otra vez.
-Buscaré
trabajo, soy joven y con ganas de trabajar —contestaba yo siempre
muy convencida.
-¿Trabajo?
Una mujer o estudia o se queda en su casa ayudando a su madre, y eso
es lo que vas hacer, te quedarás aquí en casa ayudándome en todo
lo que me haga falta, eso es lo que has elegido —Me reprochaba
todavía más enfurecida. Su tono de voz estaba acompasado por
grandes ecos de ira y rencor.
24 de
agosto
Habían
pasado cuatro meses desde la primera discusión que tuve con mi madre
justo después de haber dejado la universidad y mi situación cada
vez era más preocupante. Me encontraba esclava de aquellas paredes,
las mismas que vistas desde fuera en su conjunto formaban un hogar.
Unas de
esas mañanas limpiando el techo de la cocina, empecé a ser presa de
una profunda melancolía, como si de repente despertara de un largo
sueño, y al mirar la hora me hubiera dado cuenta de que se me había
hecho muy tarde. En mi subconsciente resonaban aquellas palabras de
Roberto “mi hijo Manuel hace dos meses que emigró a Alemania, ayer
hable con él y se le ve muy contento, aunque no domina el idioma
todavía, ha encontrado trabajo y le pagan bien”.
¿Era el
momento de ir en busca del "Milagro Alemán", en busca del
llamado Estado de Bienestar real, sin humo y con garantías? Por otro
lado, cada vez llegaban con más intensidad rumores de que en el país
germano estaban buscando a trabajadores para cubrir las plazas de
trabajo necesarias para mantener su ritmo de producción. Tenía que
hacer las maletas huir de aquellas cuatro paredes, muchos como Manuel
ya lo habían hecho, parecía lo mejor. En mi contra el ser mujer.
6 de
septiembre
A las
pocas semanas estaba subida en el tren, destino Heidelberg. Una nueva
vida me esperaba. Ilusión, incertidumbre, esperanza y nervios
hubieran sido los ingredientes perfectos para un cóctel en aquel
momento.
Heidelberg
es la ciudad alemana de la cultura por excelencia, situada en el
valle del río Neckar. Su prestigiosa Universidad, era la más
antigua del país y estaba abalada por grandes edificios señoriales,
sus calles estaban formadas por casas barrocas de tejados rojos. No
tardé mucho tiempo en visitar cada uno de sus rincones, las ruinas
góticas-renacentistas, el puente de Carl Theodor, la Prisión de los
Estudiantes o su famoso castillo, desde el que se podía disfrutar de
unas impresionantes vistas de la ciudad.
Contacté
con Manuel, el hijo de Roberto, varias semanas antes de mi partida, a
escondidas de mis padres. Ellos, y en especial mi madre, nunca me
hubieran dejado llevar a cabo aquella locura. Por eso decidí
invertir todos mis ahorros en ese viaje, y a mis padres les deje con
todo el dolor de mi corazón una carta de despedida.
28 de
septiembre
Todas
las mañanas me levantaba muy temprano para ir a la facultad de
filosofía. Una vez dentro, por sus pasillos mayoritariamente
deambulaban chicos con folios en las manos y miradas perdidas en el
horizonte, quizás sumergidas en reflexiones existencialistas, o
quizás pensando en cómo cortejar a las pocas chicas alemanas que
transcurrían por allí. Aquella universidad estaba hecha para
hombres.
Día
tras día me quedaba embelesada sentada en aquellos pupitres de
madera, con la mirada fija traspasaba aquellas paredes en las que
todavía resonaba el eco de las últimas reflexiones expuestas por
los profesores alemanes, difíciles de entender pero que sonaban como
auténticas melodías del conocimiento.
A las
tres semanas de estar allí, el edificio me lo conocía como la palma
de mi mano, en ocasiones me sentaba en la biblioteca a leer, sobre
todo unas crónicas muy largas de Sartre sobre la vida en París
durante la ocupación alemana, uno de los pocos libros que encontré
en español. El entusiasmo no era uno de mis capitales más
importantes. Pero desde que frecuentaba la universidad mi interés
por los libros había crecido de forma incontrolada.
Un
día cualquiera, nada ha cambiado
La gente
que se compadece demasiado de sí mismo, y yo me incluía entre
ellos, se vuelve cómoda e inútil y, de tanto quejarse, olvida
representar la parte del espectáculo en la que debe levantarse y
plantar cara a
la monotonía,
al fracaso, a
la envidia,
a la falsedad, al abandono, a la mala salud, a la desazón y a las
pocas ganas de sonreír y hablar de otra cosa que no sea la
desesperanza que arrastra, como
bastaixos que han perdido la fe en su trabajo
y
no se molestan
en iniciar el camino hacia la cima sabiendo de antemano que la roca a
transportar
es demasiado pesada.
Yo
aprendí que este no era el camino cuando cogí la maleta para
emigrar lejos de los míos, maleta que todavía conservo y en cuyo
interior aún se encuentra la primera carta de despedida que escribí
a mis padres antes de marcharme. Mi madre la guardó siempre consigo,
ahora desde el día en que murió, la guardo yo.
Queridos
papa y mamá, he contactado con Manuel el hijo de Roberto, y me ha
encontrado un trabajo de limpiadora en la universidad alemana, por lo
que no tendré que buscar cuando llegue allí. Sé que no está bien
lo que he hecho pero necesitaba dar sentido a mi vida, estaba a punto
de caer mala, y aunque soy consciente de las dificultades del viaje
sobre todo para una mujer, lo necesito. Quiero agradeceros la
oportunidad que me habéis dado para poder estudiar, sabiendo que
pocas mujeres lo hacen, pero ese no era mi camino. No os preocupéis
por mí. Estaré bien y os escribiré cuando llegue. Espero que algún
día podáis perdonarme.
Un
beso muy fuerte. Lucía. 10 de octubre de 1964.
Han
pasado muchos años desde que escribí aquella tarde. Pero un día
como hoy las lagrimas vuelven a recorrer mi rostro mientras escribo a
mi nieta que ha tenido que irse a Alemania al igual que hice yo. Todo
bajo la misma desilusión, la de un país en decadencia, que al igual
que lo hizo hace ya unos años, contempla impasible como el resurgir
de los suyos está sometido a salir fuera de sus fronteras.
Querida
Patricia, a mis 67 años, todavía recuerdo cuando con sólo 18 años
tuve la valentía de emigrar a otro país, en mi maleta llevaba
ilusiones, sueños y una meta, ser feliz. Tú en la tuya llevas algo
más, una carrera universitaria, esa que yo eché tanto en falta.
Además tienes a tu favor que hoy ser mujer gracias a Dios, no es lo
mismo que hace varias décadas en la que suponía ese lastre tan
pesado para la sociedad, comparable a una piedra virgen que todavía
no ha sido separada de su madre naturaleza. Yo fui de las primeras
mujeres que se marcharon para buscar trabajo fuera, hoy el destino ha
querido que vivas la misma experiencia que yo viví varias décadas
atrás. Espero de todo corazón que encuentres un buen trabajo, tu
felicidad. Cuídate mucho.
De
mujer a mujer, tu abuela Lucía